El restaurante del Fin del Mundo by Douglas Adams

El restaurante del Fin del Mundo by Douglas Adams

autor:Douglas Adams
La lengua: spa
Format: epub, mobi
publicado: 1980-01-01T05:00:00+00:00


18

El vestíbulo de recepción estaba casi vacío, pero no obstante Ford se abrió paso por él a fuerza de bandazos.

Zaphod lo agarró firmemente del brazo y logró introducirlo en un cubículo que se abría a un lado del recibidor.

- ¿Qué le estás haciendo? - preguntó Arthur.

- Poniéndole sobrio - dijo Zaphod, metiendo una moneda en una ranura. Destellaron unas luces y hubo un remolino de gases.

- Hola - dijo Ford, saliendo del cubículo un momento después -, ¿a dónde vamos?

- Abajo, al aparcamiento. Vamos.

- ¿Qué me dices de los Teleportes del Tiempo personales? - inquirió Ford -. Volvamos derechos al Corazón de Oro.

- Sí, pero estoy harto de esa nave. Que se la quede Zarniwoop. No quiero participar en sus juegos. A ver qué encontramos.

Uno de los Alegres Transportadores Verticales de Personas, de la Compañía Cibernética Sirius los bajó a los sustratos más profundos del Restaurante. Se alegraron al ver que le habían causado destrozos y no trataba tanto de hacerlos felices como de llevarlos abajo.

Al llegar al fondo, se abrieron las puertas del ascensor, y una ráfaga de aire frío y rancio los sorprendió.

Lo primero que vieron al salir del ascensor fue una larga pared de cemento que tenía más de cincuenta puertas que ofrecían diferentes instalaciones sanitarias para las cincuenta formas de vida más importantes. Sin embargo, como todos los aparcamientos de la Galaxia de toda la historia de los aparcamientos, aquél olía a impaciencia. Doblaron una esquina y se encontraron en un andén rodante que recorría un espacio vasto y cavernoso, perdido en la oscura distancia.

Estaba dividido en compartimientos donde había naves espaciales pertenecientes a los comensales; unas eran modelos utilitarios fabricados en serie, y otras, limusinaves resplandecientes: juguetes de los millonarios.

Al pasar a su lado, los ojos de Zaphod destellaron con algo que podía o no ser avaricia. En realidad, es mejor ser claros a este respecto: eran destellos de verdadera avaricia.

- Ahí está - dijo Trillian -. Marvin está allí.

Los demás miraron a donde ella señalaba. Vagamente vieron una pequeña figura de metal que con desgana pasaba un trapo por una esquina remota de una solnave plateada y gigantesca.

A lo largo del andén rodante había amplios tubos transparentes que bajaban al nivel del suelo. Zaphod salió del andén, se metió en uno y bajó flotando suavemente. Le siguieron los demás. Al recordarlo. más adelante, Arthur Dent pensó que había sido la única experiencia verdaderamente agradable de todos sus viajes por la Galaxia.

- Hola, Marvin - dijo Zaphod, acercándose al robot -. Hola, muchacho, estamos muy contentos de verte.

Marvin se volvió, y en la medida de lo posible, su rostro metálico completamente inerte manifestó cierto reproche.

- No, no lo estáis - replicó -. Nadie lo está.

- Como quieras - dijo Zaphod, dándole la espalda para comerse las naves con los ojos.

Sólo Trillian y Arthur se acercaron realmente a Marvin.

- Pues nosotros sí nos alegramos de verte - dijo Trillian, dándole unas palmaditas, cosa que al robot le desagradaba intensamente -. Mira que esperarnos durante todo este tiempo.



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